La hora de la siesta había terminado y el patio de los criados había comenzado a llenarse de niños.
Bajo el limonero, las nenas jugaban a cocinar con piedritas y ramas, improvisando grandes banquetes sobre el piso de tierra. Al costado, ocupando todo el espacio libre, los varones habían armado una guerra entre mulatos y señores donde ellos, por supuesto, eran los héroes. Un poco más allá, en la esquina norte, cerca del pozo, estaba Saverio, callado como siempre, muy quieto, mirando atento todo lo que lo rodeaba, pretendiendo ser invisible. Y casi lo lograba si no fuera porque su abuela no le sacaba el ojo de encima.
A nadie le llamaba la atención que él no participara en los juegos con otros chicos porque siempre había sido muy tímido y bastante sobreprotegido por todas las mujeres de la casa.
Frágil desde el primer día, guachito al nacer, nadie esperaba que sobreviviera mas que unas pocas horas, pero él estaba tan determinado a vivir que se aferró a su energía vital con uñas y dientes y lo logró.
Su tutora fue Rogelia, la mamá de su mamá, una mulata buena, trabajadora, llena de sabiduría, que caminaba con el andar cansado de quien trabajo desde siempre para ganarse el pan, pero que a pesar de los reveses de la vida, y de la esclavitud, no perdía la sonrisa.
Tenía un puñado de hijos y había enterrado a otros tantos. Por eso cuando decidió criar al pequeño, tomo la determinación de hacerlo de un modo distinto. Desde el primer día, le cantaba las canciones que no había sabido cantarles a sus niños y le contaba historias de esperanza y de paz, que nadie jamás había oído antes.
Y así, con esmero, paciencia, conjuros, y mucho amor Saverio fue creciendo y armando un mundo interior, lleno de magia y fantasía. Las largas historias oídas, las tardecitas cerca del fogón de la cocina y los eternos periodos de observación en el patio, le habían permitido desarrollar una capacidad para ver lo casi invisible, para percibir lo que no era evidente y a su corta edad se había convertido en un maravilloso narrador de historias, que por supuesto, no siempre eran del todo ciertas.
Al niño le gustaba de sentarse en el estante bajo de la cocina, con la espalda apoyada en al pared al lado de donde se almacenaban las conservas.
Una vez que él se acomodaba y cruzaba sus piernas, bastaba cualquier comentario o una pregunta lanzada al aire, para que el empezara a hablar.
Y así, en medio de esas historias la cocina se iba llenando de hechizo. Algunas veces contaba lo que había hecho por la mañana, o el modo en que había visto la doma de algún caballo, otras veces contaba historias mágicas, llenas de fantasía, pero si algo tenían en común todos los cuentos del niño narrador era que en todos había un canto de esperanza.
Sus palabras aliviaban la pena de esas mujeres en sus largos días de trabajo y la cuota de optimismo que les regalaba las ayudaba a no pensar en la libertad que no tenían.
Por eso cada vez que él se ponía a contarles historias, ellas le acariciaban su cabeza renegrida y le convidaban a escondida los pedazos mas ricos de pastel o las piezas de fruta más madura.
Y entonces, Rogelia, que tanta pena había tenido en su alma, se persignaba y agradecía al cielo por este ángel, de rulos tupidos, mirada vivaz y dientes brillantes que había venido a salvarla de morir de tristeza.
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