lunes, 28 de enero de 2013
44
Lloviznaba. Por suerte el colectivo apareció instantes después de que llegué a la parada. No era la primera de la fila pero tuve la suerte de encontrar un asiento al fondo, justo el que esta sobre la rueda. Me gusta ese asiento porque es más alto que los demás y me deja mirar a la gente y ver sus costumbres. Me gusta identificar a los inquietos, los ansiosos, los agotados, los lectores, los desorientados y los que no saben muy bien si realmente tienen ganas de ir a donde están yendo.
Ella estaba sentada en el primer asiento detrás del conductor, justo ese que en los nuevos coches te hace viajar de espaldas, y que en este caso la dejaba frente a mí. Tenía unos diecisiete años, una campera de cuero, el pelo aún húmedo y las piernas reposadas sobre el asiento de al lado en una actitud de distensión que contrastaba fuertemente con sus hombros contraídos y el enojo de su cara.
Estaba hablando por teléfono. Y aunque estaba enojada a mi me pareció que tenia una mirada frágil y triste, como a punto de quebrarse en mil pedazos. Me llamó tanto la atención que quede absorta en su historia. Y la verdad que esta vez poco puedo contarles de los demás pasajeros. Intentaba hablar con alguien pero era claro que desde el otro lado no la estaban escuchando, o no le daban el espacio.
“Yo sé que me equivoque, Mama, estoy tratando de que podamos hablar” alcancé a escuchar cuando el motor del colectivo suavizo su sonido en un semáforo en rojo.
Que difíciles somos las madres atiné a pensar, antes de ver como ella cerraba el teléfono con un bufido. El aparato debe haberle sonado casi inmediatamente, porque lo miró, puso los ojos en blanco y sopló con furia el mechón de flequillo que le tapaba uno de sus ojos…
Atendió a desgano, la charla duro unos instantes y nuevamente la interrumpió con enojo.
No había dudas , era su mama que evidentemente tenia mucho mas por decirle.
La vi derrumbarse, frente a mi, en el asiento de un colectivo. Parecía que el mundo se escurría bajo sus pies y nada podía hacer frente al terremoto maternal que la atormentaba.
Estuve a punto de levantarme y abrazarla justo cuando alzó la mirada y descubrió una cara conocida que le sonreía. Su amiga se acercó y ella, en un gesto espontaneo, corrió los pies del asiento. Hablaron durante un par de cuadras y otra vez un semáforo en rojo, esta vez en Elcano y De los Incas, me dejó escuchar una voz suave y cantarina que le decía “Necesitas un abrazo”.
El colectivo arrancó bruscamente pero no les importó. Una sufría y la otra estaba ahí atenta y dispuesta a confortarla. Unas pocas paradas después, una de ellas, no importa cual, se bajo del colectivo. Y yo me quedé muy contenta de haber descubierto que la magia viaja en el 44.
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